viernes, 2 de mayo de 2014

Una de cuentos...

El cuento es una de las herramientas más antiguas de la literatura popular para la comunicación y transmisión de sucesos. Desde que las personas comenzamos a comunicarnos hasta la actualidad, han existido cuentos que son un reflejo de las costumbres y usos de cada época. Suponen una fuente de sabiduría en muchas culturas. Incluso algunas personas afirman que se pueden utilizar como un remedio para "sanar". De hecho, la medicina ayurvédica (medicina milenaria que tiene su origen en India) recetaba al paciente un cuento como parte de un compendio de remedios naturales. Como ejemplo, en 1794, a un niño de nueve añitos le tuvieron que extirpar un tumor. Mientras los médicos intentaban paliar su dolor, ya que en aquella época no existían los anestésicos, le contaron un cuento. Ese niño llamado Jacob Grimm, escribió 18 años más tarde Blancanieves, y muchos más junto con su hermano. Sus cuentos han sido leídos por millones de personas en todo el mundo.

En mi opinión, los cuentos son una forma muy bonita de inculcar valores a tus hijos y quería compartir con vosotr@s una página donde podéis encontrar diferentes cuentos para peques que hablan de valores como el respeto, la generosidad, la equidad, la solidaridad, etc


Además, os copio el extracto de un cuento para adultos que me gusta mucho para reflexionar acerca de los afortunados que somos por haber nacido en un lugar como éste, y lo importante que es tener asistencia sanitaria pública y gratuita. Fue escrito por Manu Leguineche y editado hace unos años por Médicos del Mundo en un libro en el que colaboraron de forma desinteresada muchas personas y donde los beneficios iban destinados a dos proyectos de Guatemala. Ahí va:

"Una grandiosa Espina". Manu Leguineche. 

Extracto de la Historia de Madhu
       
Cuando la conocí, Madhu debía tener 6 ó 7 años. La niña vivía en una mísera aldea situada cerca de la casa sin luz eléctrica que había alquilado en las estribaciones del Himalaya. 
Venía muy cansado de guerras y derramamientos de sangre. Todo lo que hacía era pasear, descansar, dormir, leer y pensar un poco. En fin, una tarde estaba sentado leyendo al pie de un mango, ese árbol aromático de flores amarillentas y de fruto carnoso y suave, cuando vi pasar por primera vez a Madhu. 

Mi casa estaba situada en los arrabales de la aldea, a unos 100 metros del mango. Un camino lleno de agujeros llevaba desde la aldea hasta el campo.  
Al llegar a mi altura Madhu se detuvo un instante y miró hacia donde me encontraba. Al día siguiente, me sonrió con timidez y yo hice un gesto para que supiera que había reparado en ella. El tercer día, cuando salía de casa, Madhu estaba allí otra vez.             
— ¿Cómo te llamas? ¿Dónde vives?     
— Madhu –respondió la niña– vivo en la aldea con mi abuela.
— ¿Es muy vieja tu abuela?      
— Tiene cien años.        
— Nosotros nunca llegaremos a esa edad –dije.         
   
Madhu, de ojos oscuros y el pelo recogido en coletas, era de apariencia frágil, como una flor solitaria que creciera sobre una roca vulnerable al viento y la lluvia. Más tarde descubrí que la anciana de los 100 años no era su abuela, sino una mujer sin familia que había adoptado a Madhu después de que la encontrara recién nacida y llorosa en la orilla del río, tapada sólo con hojas de higuera. Una vez roto el hielo, Madhu venía a visitarme todos los días. Algunas mañanas su risa era el mejor despertador, me anunciaban el nuevo día.       
De vez en cuando le regalaba algo a la niña, una cometa que traje de Hong Kong con unos dragones dibujados en el bastidor; un cuaderno y unos lápices de colores, porque le gustaba mucho dibujar; o unas zapatillas que compraba en el mercado de la aldea. Ella me obsequiaba con un ramillete de caléndulas o de unas flores azules que sólo crecían por allí.               
Pasó un año y creí llegado el momento de ocuparme de la educación de Madhu. No sabía leer ni escribir, de modo que contraté a un maestro de la aldea llamado Narayan, de taparrabos y gafas de culo de vaso, para que le diera una hora de clase diaria en mi jardín. Cuando le conté mi idea a Madhu, llena de alegría, aplaudió con toda la fuerza posible de sus frágiles manos. Era, me dijo, algo nuevo, una experiencia fascinante.  
Los progresos de Madhu fueron inmediatos. Al terminar la clase venía hacia mí con los ojos iluminados para repetir las lecciones del día y asediarme con preguntas de lo más inesperado. ¿Cómo era de grande el universo? ¿Vivía gente    allí? ¿A qué distancia se encontraba el sol? ¿Hacia dónde volaban las aves migratorias? ¿Cuántos años vivía el búfalo del agua? ¿Quién había construido el mundo?     

Los saberes del maestro se agotaron. Tenía la sensación y yo también de que le había enseñado todo lo que sabía. Madhu debía seguir sus estudios y ampliar su educación. ¿Cómo hacerlo? En un largo radio de acción no existían escuelas o colegios. El maestro me habló de un centro escolar a unas 500 millas. No habría problema de matricular a Madhu. No supe qué poner en el apartado de nombre de los padres y lugar de nacimiento. Ni siquiera sabía el nombre de la anciana de los 100 años. Encargué el uniforme, los libros, los objetos de aseo...         
    
Una tarde eché en falta a Madhu, no había venido al jardín como era su costumbre. Se habría entretenido en la aldea en vísperas de su partida. Su actitud había cambiado: era una niña feliz ante la perspectiva de ingresar en la escuela.       
Al día siguiente, me informaron de que Madhu tenía fiebre alta, se encontraba en la cama sin fuerzas para salir. Me apresuré a llegar hasta la choza de bambú y barro en la que vivía con la anciana. Era la primera vez que entraba allí. Madhu yacía en un Carpio, una cama trenzada de cáñamo, en la penumbra. La habitación era modesta pero limpia, con suelo de tierra cubierto con unas esteras.          
  
Me acerqué a Madhu, su rostro estaba tiznado de loción de sándalo, tenía los ojos cerrados, la mano le caía sobre el borde de la cama desmayada hacia el suelo y los hermosos ojos estaban devorados por la fiebre. No había sillas. Me senté junto a la cama en el suelo y tomé su mano que me dio al punto la temperatura de la niña. Madhu se moría. Miré a mi alrededor pero no hallé respuesta a mi repentino estado de ansiedad. ¿Qué hacer? La mujer de los 100 años llamó a una curandera que fabricó en el puchero unas infusiones. La fiebre de Madhu no cedía. Busqué en vano un medio de transporte, pero en una carreta de bueyes habríamos tardado muchas horas en volver con un médico.
Mi desesperación era completa. Pensaba en el destino de Madhu, en el tiempo que habíamos pasado juntos, en su ternura y alegría que aliviaron mi soledad.  
       
Volví al amanecer. Apretó mi mano y preguntó con una voz sin angustia pero que cada hora que pasaba era más débil.                
— ¿Qué haremos ahora? ¿Cuándo podré ir a la escuela?           
— Dentro de poco, pero primero tienes que ponerte bien.      
Tuve la impresión de que no me oía.    
— ¿Quién te leerá los libros debajo del árbol? ¿Quién cuidará de ti?    
— Tú Madhu, tú cuidarás de mí. 
            
La anciana vino hacia nosotros, separó la mano de Madhu de la mía y la depositó lentamente a la altura de su corazón, que había dejado de latir. Salí del cuarto con la cabeza inclinada hacia el suelo. Me senté en la silla de Madhu y me eché a llorar como un niño, como un hombre.


Al igual que la niña del relato, cerca de 6 millones de niños mueren cada año antes de cumplir los cinco años de edad y la mayoría mueren de enfermedades que se pueden prevenir o curar con medicamentos de bajo coste como neumonía, diarrea, paludismo o sarampión. Casi la mitad de estas muertes se registran en África Subsahariana. 

Éste precisamente era uno de los Objetivos del Milenio, reducir la mortalidad infantil, y se está reduciendo pero desgraciadamente no lo suficientemente rápido como nos gustaría.

¿Qué podemos hacer nosotros? Conocer cuáles son los ocho Objetivos del Milenio, tomar conciencia de la situación actual del mundo y tratar de aportar nuestro granito de arena para su cumplimiento (aunque no sea posible que se alcancen las metas en el año 2015 que era el año previsto).